El Musée d’Art et d’Histoire (MAH) y la Fundación ”la Caixa” presentan la exposición La imagen reaparecida, que explora las diversas formas en que los artistas contemporáneos dialogan con el pasado. Concebida específicamente para el MAH, La imagen reaparecida reúne 18 obras seleccionadas de la prestigiosa Colección de Arte Contemporáneo de la Fundación ”la Caixa”.
La muestra, comisariada por la directora de la Colección de Arte Contemporáneo de la Fundación ”la Caixa”, Nimfa Bisbe, y Carlos Martín, ofrece una inmersión inédita en la manera en que los artistas contemporáneos se enfrentan y reinterpretan la tradición y la historia del arte. ¿Cómo las integran o las cuestionan en su práctica? La imagen reaparecida, presentada en el Musée Rath, reúne obras cuyo nexo de unión reside en la soberanía de la imagen, aquella que supuestamente debería ser venerada o de la que habría que desconfiar.
Introducción
La presente exposición encuentra su inspiración inicial en dos aspectos: una selección de la Colección de Arte Contemporáneo de la Fundación ”la Caixa” basada en obras que remiten al pasado, y la atención al Musée Rath y su localización en la ciudad de Ginebra. Este museo, inspirado en un templo clásico pero laico y aséptico, nos habla de la historia de una ciudad inconcebible sin el recuerdo de la Reforma y del papel de este proceso histórico en relación con las imágenes y con la historia del arte, cuyos ecos perduran hasta hoy.
Esta muestra, formada por una constelación de artistas contemporáneos que convergen en torno a la tradición como problema y confrontación, es una reflexión sobre la soberanía de las imágenes, su papel en nuestras creencias y su influencia sobre nosotros. El título La imagen reaparecida alude a la pervivencia de formas y modelos que desaparecen, pero también sobreviven, reemergen. A través de esta indagación nos preguntamos: ¿Por qué ciertas representaciones resisten a toda tormenta de imágenes? ¿Por qué regresan? Una declaración de Robert Morris resulta inspiradora en este sentido: «Las formas utilizadas en el arte de hoy en día se pueden ver en el arte del pasado; únicamente el contexto, la intención y la organización establecen las diferencias».
Origen
Concebida específicamente para el MAH, esta exposición surgió de una invitación del propio museo a la Fundación ”la Caixa”, con la que mantiene un estrecho vínculo de colaboración. En diversas ocasiones, obras de arte de los vastos fondos del MAH han viajado a exposiciones impulsadas por la Fundación, que gestiona diez centros culturales y científicos de primer nivel en España.
En esta ocasión, la propuesta se articula a través de una selección de 18 obras de la Colección de Arte Contemporáneo de la Fundación ”la Caixa”, primera colección privada de España y una de las más destacadas de Europa. La imagen reaparecida parte de una mirada general a la historia del arte y a la historia de la propia ciudad de Ginebra como sede de la reforma de Calvino para abordar, en última instancia, la utilización de la imagen en el arte.
Así, la muestra ofrece una inmersión inédita en la manera en que los artistas contemporáneos afrontan y reinterpretan la tradición y la historia del arte. ¿Cómo las integran o las cuestionan en su práctica? La imagen reaparecida, presentada en el Musée Rath, reúne obras cuyo nexo de unión reside en la soberanía de la imagen, aquella que supuestamente debería ser venerada o de la que habría que desconfiar.
Recorrido
La imagen reaparecida desvela las diferentes formas en que los artistas negocian con el pasado. Tras una introducción general, la exposición se divide en tres ámbitos temáticos: «La pervivencia de la imagen», «La disolución de la imagen» y «El grado cero de la imagen: la estela de Duchamp».
El recorrido toma como punto de partida una instalación del artista visual estadounidense Mike Kelley (1954-2012) que evoca la capacidad de las imágenes para someternos a nosotros, los espectadores. Se trata de The Trajectory of Light in Plato's Cave (from Plato's Cave, Rothko's Chapel, Lincoln's Profile que ocupa aquí un gran espacio dentro de la nave central, una cueva ancestral que alude a la de Platón pero dentro de un templo. Pide la sumisión de los espectadores a la obra de arte: «Cuando se practica la espeleología, a veces hay que detenerse, a veces hay que ir a cuatro patas, incluso hay que reptar. ¡Arrástrate, gusano!». Ante esa orden, los visitantes deben arrodillarse para penetrar en una imaginaria caverna. Sus cuerpos ya están cautivos.
La pervivencia de la imagen
A continuación, se despliega el ámbito «La pervivencia de la imagen», en el que una selección de artistas da un giro a las escenas religiosas tradicionales. Una de las primeras obras del recorrido es Black Madonna with Twins, de Vanessa Beecroft (1969). La artista realizó un viaje a Sudán del Sur en 2005 para documentar el impacto colonial por parte de la Iglesia. En las obras resultantes de ese periplo, la negritud conquista la imaginería tradicional del cristianismo a partir de referencias a la pintura italiana del Renacimiento, aunque en esta obra la madona está situada en un espacio precario de paredes desnudas.
Por otra parte, Beecroft ha confesado que se inspiró en Pier Paolo Pasolini y, en especial, en la presencia de las clases subalternas que, como protagonistas de sus dramas cinematográficos de contenido religioso, acceden a una nueva dimensión simbólica. Tal como los encuadres heterodoxos de Pasolini, las imágenes de Beecroft tienen un carácter icónico inmediato y resultan visualmente asombrosas por la crudeza y la verdad que destilan, y por su alteración de los modelos tradicionales. Según palabras de la artista, la obra es «una imagen ambivalente capaz de contentar o de provocar la ira».
El recorrido de la sala incluye uno de los autorretratos escenificados de la estadounidense Cindy Sherman (1954) en los que asume diferentes roles femeninos que exploran los conceptos de identidad y género en relación con las convenciones y ficciones de nuestra cultura. Se trata de Untitled no. 228 [Sin título n.º 228]. El propósito feminista de la obra se apoya en el relato del Antiguo Testamento en el que Judith decapita a Holofernes. Lo grotesco y el exceso de teatralidad del trabajo de Sherman, sin embargo, profundiza y complejiza esa primera lectura. Su orquestación de elementos escénicos nos hace pensar que estamos ante un tableau vivant, cuando en realidad la fotografía de Sherman no remite a ninguna obra concreta, sino a diferentes estilos de artistas del pasado: hemos visto este tema en Botticelli, Mantegna, Caravaggio o Artemisia Gentileschi, entre otros, y nuestra memoria nos engaña haciéndonos creer que los vemos a todos en esta imagen. El uso de elementos de vestuario, maquillaje y prótesis desvela también la intención de señalar la naturaleza artificial de la imagen.
Por otra parte, se presenta un tríptico de Robert Mangold (1937), exponente de la pintura minimalista. El artista también recurrió al arte del pasado, más por forma que por iconografía: «Llegué a la idea de la serie Curved Plane / Figure XI [Plano curvo / figura XI] accidentalmente, tras ver un dibujo de Pontormo que me abrió una puerta». La obra del pintor manierista florentino era un boceto de 1518 para un fresco sobre un luneto que representa la figura de Santa Cecilia. Pontormo fue un verdadero especulador visual, mejor comprendido por los artistas que por el público. En el manierismo, la sensualidad de las líneas se vuelve una marca de época, representativa de ese momento, durante el Concilio de Trento, en que el catolicismo se reafirma con nuevas imágenes, más descarnadas, en respuesta a la iconoclasia de la Reforma. Esa tensión parece latir en Mangold, cuyo trabajo es un verdadero vaciamiento, un regreso a lo que hay detrás de la imagen, a la materialidad pura de la arquitectura, desprovista de toda trascendencia.
En este ámbito también puede verse una obra del norteamericano Jorge Pardo (1963), quien apela a nuestra memoria colectiva, formada por fragmentos que se apilan en el inconsciente. Interesado en modificar el significado de elementos cotidianos mediante su alteración, en este caso acumula referencias en una suerte de mise en abyme. El fondo está basado en la pintura de René Magritte y es un objeto encontrado: un fragmento de la moqueta diseñada por el artista John Baldessari para la exposición Magritte and Contemporary Art: The Treachery of Images, que tuvo lugar en el LACMA de Los Ángeles en 2006. Sobre ese celaje, Pardo coloca una pieza producida por él mismo: un crucifijo de madera proveniente de su proyecto de diseño de objetos litúrgicos para la parroquia católica de Santa Trinitatis, en Leipzig. La cruz, parecida a una aeronave por asociación con las nubes, cobra un significado prosaico. Así, la escena celestial queda entre lo sagrado y lo profano para arrojar luz sobre la compleja conexión histórica existente entre el arte y el culto.
Asimismo, se expone en este ámbito un óleo del artista español Darío Villalba (1939-2018): Gran caída II (de acuerdo a la de Peter Paul Rubens, La caída de los condenados). La obra de Darío Villalba se caracteriza por la resignificación de imágenes preexistentes mediante técnicas fotográficas matizadas con intervenciones plásticas. En esta obra reproduce un detalle de La caída de los condenados. El pintor barroco Pedro Pablo Rubens la realizó para el duque Guillermo del Palatinado-Neoburgo, quien quiso significarse como converso al catolicismo en el contexto de las guerras de religión encargando obras sobre la salvación y la condena, entre ellas, el episodio más dramático de la escatología cristiana, el juicio final. Pero lo que Villalba evoca en su obra mediante unas enigmáticas manchas de pintura es un hecho poco recordado: el ataque con ácido del que fue víctima la obra de Rubens en 1959 en la Alte Pinakothek de Múnich por parte de una persona necesitada de recursos. Villalba rememora esas heridas (que fueron borradas tras una restauración) y, al mismo tiempo, las convierte en una referencia burlesca a la técnica del dripping como marca de identidad generacional.
También se muestra en este ámbito el tríptico de Antonio Saura (1930-1998) Crucifixión. La violencia y el realismo han sido connaturales a la pintura barroca española. En ella encontró inspiración la generación de artistas del siglo XX a la que pertenece Antonio Saura. El pintor plantea el drama desde el interior de la obra, tan torturada como su referente: la figura de Cristo. La presencia de Saura en este espacio hoy es una exhumación de la memoria, ya que el pintor presentó en 1989 una exposición en el Musée Rath que incluía varias crucifixiones.
Con motivo de aquella muestra escribió: «En la imagen de un crucificado posiblemente haya reflejado mi situación de “hombre sin recursos” en un universo amenazador, frente al que solo queda la posibilidad de un grito. Y del otro lado del espejo, solamente me sobrecoge la tragedia de un hombre (de un hombre y no de un Dios) absurdamente clavado a una cruz, imagen que […] puede ser un símbolo de la tragedia de nuestra época».
La disolución de la imagen
El siguiente ámbito, «La disolución de la imagen», da voz a artistas contemporáneos que cuestionan la representación no solo favoreciendo la abstracción, sino también subrayando todo lo que rodea la obra de arte o lo que queda tras su anulación, rechazo o destrucción: los pedestales, los marcos, el soporte pictórico, el lenguaje verbal, etc., en obras que generan una sensación de ausencia, silencio y reflexión. Se trata de un vaciamiento que, sin embargo, está cargado de sentido, pues es una refutación de la historia del arte y también una forma diferente de participación en ella.
En este sentido se puede ver el lienzo de Julian Schnabel (1951) Everyday is The Beast with Iron Teeth and Ten Horns. 70th Week. Schnabel pone en crisis la práctica de la pintura a través de dos elementos: la desnudez del soporte, donde la intervención pictórica es mínima, y las palabras, creando un conjunto cargado de significado apocalíptico y de pesimismo. Los lienzos son lonas de uso militar cosidas entre sí, lo que les añade contenido simbólico: un hilo trágico anuda la vida de los soldados que las emplearon. El texto de las obras, por su parte, anuncia el apocalipsis con diversas referencias antiguas. La cronología de la cautividad del pueblo judío en el nuevo Imperio babilónico, epítome de la decadencia moral (606-536 a. C.), queda asociada al presente del artista (señalado mediante las fechas 1988-1989). Y por encima de todo, una oscura cita de las visiones del profeta Daniel (7:7) que presenta, mediante alegorías zoomórficas, a diversos tiranos de la Antigüedad tardía, asociados aquí al mundo neoconservador y belicista de la década de 1980.
También se muestra una escultura de la artista española Cristina Iglesias (1956) -- Sin título M/m 1-- que presenta ambigüedades desde su concepción misma hasta su presentación en el interior de un museo. Se trata de una construcción independiente que puede ser vista como una figura autónoma ya formada. No obstante, en su variedad de materiales y formas genera un espacio propio que modifica el entorno que la rodea. Es por lo tanto escultura, pero también arquitectura que matiza y desafía al edificio que la acoge. Interpela a los espectadores con sus espacios abiertos y ambivalentes, pero en sus estudiadas dimensiones, huecos y distancias, la arquitectura que genera resulta inaccesible, como una escultura tradicional, como un santuario reservado a unos pocos. En su aparente intención de generar un elemento arquitectónico, como un muro curvo o el arranque ascensional de una bóveda, la obra parece hablarnos bien de una construcción inconclusa o bien de una ruina que destila, a pesar de su condición fragmentaria, una belleza y un atractivo enigmáticos.
Igualmente está aquí representada Dora García (1965) con su emblemática escultura Bolsa dorada. Dora García es conocida por sus obras performativas que implican al público. La artista pone en primer plano elementos como el cuerpo o el espacio y, en este caso, emplea oro, un elemento que remite a la purificación y a la elevación espiritual, pero cuyo polvo es tóxico, lo que convierte la obra en una de sus «acciones peligrosas».
Bolsa dorada señala, además, algo intangible: el espacio. Al colgar de una esquina del sitio expositivo interpela a la arquitectura creando un enigmático hueco interior inaccesible. La imagen de una tela colgada, tratada como un objeto intocable, puede remitir a conocidas reliquias textiles, a los abundantes cuadros que las representan o también a las pinturas hechas a base de pan de oro. Sin embargo, la imagen no aparece ni tampoco lo que la tela oculta. Es así un objeto que, entre lo teatral y lo sagrado, señala, por encima de todo, una ausencia.
Las ventanas de cristal de plomo de colores con marco de metal de Matt Mullican (1951) constituyen otro ejemplo claro. La obra de Matt Mullican crea jerarquías en constelaciones imaginadas, mundos paralelos mediante lenguajes diversos. Se interesa por los signos, sistemas inventados que por convención sustituyen o dan forma al lenguaje. En este caso, el lenguaje es abstracto, geométrico y de colores planos, y nos impulsa a intuir en él una gramática, un orden que ayude a su lectura. Ese código toma aquí forma de vidrieras de cristal y plomo, técnica especialmente vinculada con los espacios de culto. Aunque muchas de las imágenes en vidrieras católicas fueron destruidas durante la furia iconoclasta, el vitral fue uno de los lenguajes expresivos recuperados en los templos tras la Reforma protestante y fue ganando en abstracción, concebida más para generar sensaciones que para narrar. Aquí se percibe ese eco sagrado, pero también profano, pues estas vidrieras no se encuentran elevadas sino apoyadas sobre el suelo, lo que niega su luminosidad teatral y hace que compartan el espacio humano.
También se sucede una instalación de Jan Vercruysse (1948-2018): la desaparición de cualquier tipo de representación, figurativa o abstracta, es lo primero que llama la atención en Eventail VIII. En la instalación solo han quedado los elementos auxiliares de las artes plásticas tradicionales: marcos de pinturas, peanas para las esculturas. Estas últimas parecen, además, espectadores silentes ante los lienzos ausentes, pues ocupan un espacio que usurpa el lugar natural de contemplación de los cuadros. Al reconocer estos referentes, la persona que observa se ve obligada a proyectar sus propios contenidos, a imaginar las obras que allí podrían estar e incluso a preguntarse si las obras estuvieron alguna vez allí y se han desvanecido o si estamos a la espera de su llegada para que ocupen el lugar que les corresponde. El resultado buscado por el artista es paradójico, ya que el intento de asignar un significado concreto fracasa. Vercruysse ofrece a los espectadores un abanico de posibilidades a la hora de atribuir un sentido a la obra.
Destaca también la serie Collection of Two Hundred and Sixteen Plaster Surrogates, de Allan McCollum (1944). En esta obra, modelos de yeso de 216 pinturas se presentan según los modos de exposición de los salones del siglo XIX. Para producirlos, el artista sistematizó el proceso artístico en etapas de producción: la creación de moldes, el colado del yeso y la aplicación de pintura de esmalte para crear una superficie monocroma. El resultado son unos moldes, los «sustitutos» de unas pinturas originales que en realidad no existen, por lo que estos «sustitutos» no sustituyen nada.
El conjunto evoca asimismo un iconostasio en el que las imágenes sustituían a la divinidad, pero del que se habrían borrado las figuras que imaginamos en él. El artista no busca fascinar o impactar a través de la imagen; al contrario, trata de «descubrir, en un sentido emocional, qué tipo de objeto es una pintura» y considera estas obras como «accesorios de escenario que apuntan a un melodrama mucho mayor de lo que podría existir dentro de las pinturas mismas».
El grado cero de la imagen: la estela de Duchamp
El último ámbito, «El grado cero de la imagen: la estela de Duchamp», rinde homenaje a Marcel Duchamp, artista fundamental del arte a partir del siglo XX. El arte a partir de la segunda mitad del siglo XX y las polémicas sobre la imagen no se pueden entender sin el legado controvertido y provocador del artista francés, quien definió todo un modo de enfrentarse a las imágenes (o de no hacerlo), de minar el arte desde dentro. Sin embargo, en un momento tardío de su vida, Duchamp se declaró en silencio absoluto e improductivo hasta su muerte en 1968.
Duchamp es el autor que ejerce el patronazgo del cambio de paradigma del arte moderno, el gran gigante y la imagen autoritaria a la que los artistas deben enfrentarse, con la que deben medirse o de la que deben partir, pues el maestro llegó al grado cero de la creación.
Considerado el fundador (en parte, a su pesar) de muchas de las vetas creativas del siglo XX, ha sido objeto de referencia de un nutrido número de artistas radicales pertenecientes a las últimas décadas, quienes, dando una vuelta de tuerca a los planteamientos del propio artista, desde el retrato iconoclasta hasta la apropiación, dejan su impronta habitualmente con la intención de cuestionarlo y en otras ocasiones para homenajearlo. Es un artista que obliga a volver una y otra vez sobre las nociones de lo visible, lo invisible, lo tangible, lo intocable y lo sagrado, y que sirve de epílogo a esta reflexión acerca de la imagen que regresa.
Este último ámbito está presidido por la obra de Duchamp (1887-1968) La Boîte en valise (série F) [La caja en una maleta (serie F)], perteneciente a la propia colección del MAH. Al lado de la obra se puede ver también una reproducción de la obra revolucionaria Le Grand verre [El gran vidrio].
En 1934, Marcel Duchamp emprendió la tarea de revisitar su obra del pasado. Ideó una caja desplegable en la que compilarla y presentarla como si se tratara de un museo reducido, una suerte de exposición portátil, transportable como una pequeña maleta. Realizó varias versiones de esta invención, que acabó convirtiéndose en una suerte de relicario replicable.
Al reproducir su obra en diferentes medios y escalas, y en ediciones limitadas, Duchamp demostró que la copia y el original ofrecían formas comparables de placer estético. También redefinió lo que constituye una obra de arte y, por extensión, la identidad del artista. Se trata de una de las muchas formas radicalmente innovadoras y variadas en que Duchamp se citó a sí mismo a lo largo de su extensa carrera.
En relación con Le Grand verre, la artista Sherrie Levine revisita esta obra de Duchamp en The Bachelors (After Marcel Duchamp) [Los solteros (según Marcel Duchamp)] y lleva a las tres dimensiones algunos de sus personajes, los llamados «solteros», encapsulados ahora en urnas de cristal. Esto le permite plantear diversos interrogantes: ¿Qué significa convertir en objeto las propuestas de la obra central de Marcel Duchamp? ¿Es acaso una forma de cosificar su obra a modo de reliquia? ¿Es esto un homenaje, una parodia, un destronamiento?
Las vitrinas pueden ser interpretadas como celebración de Duchamp, pero también como un desenmascaramiento del artista como mito fundacional de la modernidad y de su manipulación de ciertos dispositivos tradicionales o religiosos. Al mismo tiempo, la obra pone en entredicho el concepto de autoría. Estos contenedores se convierten en una suerte de anónimos relicarios profanos: si en el caso de Duchamp todos los elementos denotaban una compleja investigación óptica, sexual y simbólica, en la pieza de Levine devienen objetos inertes, aunque no por ello menos enigmáticos.
A un lado de esta sala separada por arcos puede verse el Retrato de Marcel Duchamp de la artista española Concha Jerez (1941). La artista ha realizado una serie de retratos mentales cuya materia es el nombre de una persona, en este caso Marcel Duchamp.
Comienza con la descomposición de las letras que forman el nombre y el apellido, y acaban por materializarse en un garabato informe. Detrás de ese doble gesto de escritura se encuentran tanto la afirmación como la negación de una identidad, maraña inexpresable con signos verbales o con formas plásticas. En palabras de la artista: «Para mí el nombre de una persona incluye tanto los aspectos físicos como los psíquicos, las vivencias a lo largo del tiempo pasado, pero también están las posibilidades de relación que se plantean ante el tiempo futuro. […] Cuando se emite el sonido del nombre de una persona, el recorrido sonoro atraviesa el espacio y queda suspendido en el tiempo. […] El resultado, lógicamente, constituye una maraña de trazos que son letras concretas, pero que, al acumularse, producen bosques de pensamientos».
También hace una alusión muy directa a Le Grand verre de Duchamp el portugués Julião Sarmento (1948-2021) a través de la obra Phicares. El vacío, el erotismo, la memoria o las apariencias son elementos clave en la obra de Sarmento, como lo fueron para Duchamp, a quien remite explícitamente en esta versión alterada de la célebre Le Grand verre. Sarmento le aplica muchas alteraciones: gira noventa grados la obra, que pasa a ser horizontal, desvelando así su vocación de paisaje, sugerida por esos elementos vegetales finamente dibujados que humanizan las célebres grietas en el cristal de la obra duchampiana. El elemento nuboso que protagoniza la zona izquierda de la obra es el que coronaba Le Grand verre; se trata de uno de los muchos símbolos del deseo (aquí acentuado por unas hojas-labio que flotan) al que Duchamp se refirió como «La Vía Láctea». Esta nomenclatura aporta la clave de esta versión-homenaje: su título, Phicares, remite también a la astronomía, pues es el nombre alternativo de la constelación de Cefeo, que significa «aquel que prende fuego».
En esa misma sala, una escultura de la estadounidense Rachel Harrison (1966) que remite a una obra seminal de Marcel Duchamp, el célebre Nu descendant un escalier nº 2 [Desnudo bajando una escalera n.º 2] (1912), pintura que consiguió granjearse las críticas unánimes de la vanguardia del momento. Con esta pieza, la artista reifica aquella imagen mediante una escultura concebida como acumulación: la ruina de un kuros arcaico, que parece haber perdido su naturaleza corporal humana para convertirse en una masa indefinida, desgastada por el tiempo.
Las características formas informes de Harrison siguen la idea de trabajar con «formas que no pueden describirse». Como un «antimonumento», su kuros nos niega su anatomía esquemática y su sonrisa arcaica para dejar espacio a nuestra imaginación y que completemos con nuestro deseo esa forma perdida. Y, para ello, la artista nos da algunas pistas: la escalera duchampiana que sugiere ese descenso del pedestal de la figura, las frutas en trampantojo, como una vida perenne, o el dibujo de unos pies invertidos que contradicen el movimiento del kuros.
En esta sala, justo al otro lado de estas obras que hacen referencia a Duchamp se encuentra la obra Studio Schwitters, una instalación sonora del artista checo Pavel Büchler (1952), que a través de 78 altavoces propone lecturas del poema fonético de un artista contemporáneo de Duchamp, Kurt Schwitters (1887-1948), titulado Ursonate (1922-1932). Las voces que leen el poema suenan de manera simultánea desde megáfonos que representan visualmente las secuencias de letras que lo conforman. El programa informático en que se basa la sincronización de las voces y el sonido de los dispositivos vuelve más incomprensible y abstracto el lenguaje original de la composición de Schwitters, que ya en origen era un poema meramente fonético, sin significado alguno. Büchler convierte así toda la sala en una Babel incomprensible que nos remite al papel del texto en el ámbito de lo ritual y a los problemas surgidos de sus interpretaciones.
Así, a la figura de Duchamp, también interesado por la deconstrucción del lenguaje, se incorpora, como marco sonoro más que imaginario, esta referencia a Kurt Schwitters como artista corresponsable del dadá, tal vez el movimiento más relevante del arte del siglo XX con respecto a la fantasía de acabar con todas las imágenes.