Lee Friedlander

Barcelona

13.04.07

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La exposición ha sido organizada por The Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York, y ha viajado bajo los auspicios del International Council. La muestra se ha podido ver en el MoMA (Nueva York), la Haus des Kunst (Munich) y el Jeu de Paume (París), y ahora cierra sus puertas en CaixaForum Barcelona.

Lee Friedlander nació en Aberdeen (Estado de Washington) en 1934, y se enamoró de la fotografía siendo un adolescente. En 1955 se trasladó a Nueva York y durante los 15 años siguientes se ganó la vida haciendo fotos para revistas (como Sports Illustrated, Holiday y Seventeen) y portadas de discos, fruto de su pasión por el jazz y la música en general. Los retratos en color de John Coltrane, Aretha Franklin y Miles Davis son algunos de los pocos ejemplos del trabajo comercial de Friedlander que pueden verse en esta exposición, ya que gira en torno a la obra más personal del fotógrafo, desde finales de los años cincuenta hasta el presente.

Friedlander afirmó en 1963 que su objetivo se centraba en «el paisaje social estadounidense», es decir, el telón de fondo cotidiano de sus habitantes. Su amigo Walker Evans ya había puesto de manifiesto que ese material extraído de la vida diaria estaba cargado de mensajes sobre la gente y, durante las cuatro décadas siguientes, Friedlander se dedicaría a crear una imagen del devenir estadounidense de una intensidad y un alcance excepcionales.

La novedad de la obra de Friedlander era su ingenio, el talento que demostraba para transformar errores fotográficos comunes en juegos y acertijos seductores: un poste se entromete a menudo, la luna de un escaparate confunde el exterior y el interior, la sombra o el reflejo del propio fotógrafo actúa como un personaje que se dedica a crear sinsentidos por su cuenta. Una vez que hubo inventado ese universo paralelo, lo exploró con el entusiasmo de un fanático o un matemático.

La primera parte de su obra es ocurrente, pero obstinada: insiste en esa capacidad que posee la fotografía de transformar hechos concretos en ficciones pictóricas. A partir de los primeros setenta, el abanico de temas se amplía considerablemente y su oficio madura de forma paralela a ese reto. Sin perder en ningún momento el sentido del humor y el ímpetu, su estilo gana en agilidad, lirismo y sensualidad. Con sus series extensas, que a menudo publica en forma de libros, ha llegado a ser uno de los artistas más prolíficos de la historia de la fotografía.

LOS AÑOS SESENTA

Lee Friedlander llegó a dominar el oficio de fotógrafo a principios de los años sesenta. Nacido en 1934 en Aberdeen (Estado de Washington), en 1952 estudió en la Art Center School de Los Ángeles y, ya en 1955, se trasladó a la zona de Nueva York, donde sigue viviendo. Hasta principios de los setenta, época en que la enseñanza y el nuevo mercado abierto para la fotografía como modalidad artística le ofrecieron nuevas posibilidades para ganarse la vida, trabajó de forma habitual como colaborador de revistas. También hizo retratos para cubiertas de discos, fruto de su pasión por el jazz y otros estilos musicales. Con la excepción de un puñado de retratos en color y pocas imágenes más, la vertiente comercial de su obra no se incluye en la exposición. A Friedlander le gustaba aquel trabajo, que, además de permitirle viajar (otra de las grandes pasiones de su vida), le dio la oportunidad de descubrir todos los secretos del oficio.

En palabras del propio artista, el tema de las primeras obras personales de Friedlander fue «el paisaje social estadounidense», es decir, las escenas cotidianas de las calles. Walker Evans (su héroe y, desde finales de los cincuenta, también su amigo) había señalado ya que aquel material corriente, precisamente por el hecho de serlo, estaba lleno de mensajes de la gente. La novedad que aportaba la obra de Friedlander era el ingenio, el talento que demostraba al transformar errores fotográficos comunes en juegos y acertijos seductores: en sus imágenes a menudo se entromete un poste, el encuadre elimina algo importante, la luna de un escaparate confunde exterior e interior o bien aparece la sombra o el reflejo del propio fotógrafo. Una vez inventado ese universo paralelo, repleto de capas superpuestas y de omisiones a modo de travesuras, el artista exploró sus posibilidades con el entusiasmo de un adicto y el rigor de un matemático.

Para cualquier otro fotógrafo, esos reflejos y sombras inoportunos habrían sido un problema, pero Friedlander los consideraba un regalo mediante el cual lograba transformar su otro yo en protagonista cómico, en personaje camaleónico que se dedicaba a crear despropósitos por su cuenta. Sus autorretratos burlescos condensan el ingenio desvergonzado de sus primeros trabajos, que insistían con picardía en la capacidad de la fotografía para transformar lo que describe.

LOS AÑOS SETENTA

Seguramente, la mayor sorpresa de una carrera repleta de ellas llegó a principios de los años setenta, cuando su abanico de temas se amplió de forma considerable y cobró forma su estilo urbano obstinado. Las bromas y los enigmas ingeniosos no desaparecieron, pero sí se disolvieron en una corriente de observación cada vez más ágil, lírica incluso. «Cuando empecé a hacer fotos de flores, parecían de cemento», recuerda. La tradición descarnada que lo había espoleado en un principio había rechazado todo lo que pudiera considerarse bello, pero el sentido de la tradición de Friedlander estaba evolucionando y su dominio del oficio había madurado lo bastante como para estar a la altura. O quizá ese mayor aplomo técnico lo animó a fijarse en otras cosas.

En 1976, el espléndido desarrollo de la obra de Friedlander dio lugar a The American Monument (El monumento estadounidense), volumen que contiene fotografías seleccionadas de entre más de mil imágenes dedicadas a la gran variedad de monumentos históricos de Estados Unidos, desde los más nobles hasta los más ridículos. El estilo ágil de Friedlander se amoldaba a la diversidad de los temas, para generar una profusión de fotografías que son directas y complejas, realistas, divertidas, irónicas, tiernas y serias. En conjunto, las imágenes son un reflejo de Estados Unidos equiparable a la diversidad con que Eugène Atget había evocado la identidad de Francia medio siglo antes. La ambición y la belleza natural de la obra de Atget se convirtieron en la piedra de toque para el amplio alcance del arte en evolución de Friedlander. Desde entonces, la cantidad formaría parte de la calidad; las mejores fotografías mejoran aún más si van acompañadas de otras posibilidades emparentadas. Además, la revisión constante del pasado fotográfico siguió aportando nuevas observaciones, como si el homenaje a la tradición y la capacidad de sorpresa desde la ingenuidad fueran una misma cosa.

LOS AÑOS OCHENTA

Cuando Friedlander entró en la cincuentena, en 1984, la madurez alcanzada en el oficio nutría un estilo cada vez más sensual, y su obsesión disciplinada producía resultados progresivamente más curiosos. Especialista en transformar cualquier trasto en un enigma espléndido, siguió alimentándose del tipismo estadounidense sin dejar de adentrarse en otros temas, desde el desnudo hasta las flores de los cerezos de Japón. Ya no se conformaba con acabar un proyecto antes de empezar otro, de modo que siempre tenía varios entre manos, cada uno con su propio ritmo de evolución.

La fama de Friedlander siguió aumentando y el artista empezó a recibir encargos, lo que le proporcionaba unos ingresos y retos más gratificantes que los trabajos que había ido realizando para revistas. De aquellos primeros encargos, el más importante, el del Akron Art Institute de 1979, dio pie a Factory Valleys: Ohio and Pennsylvania (Valles industriales: Ohio y Pensilvania, 1982), una colección de vistas de zonas industriales de la región central de Estados Unidos, complementada con imágenes reveladoras de personas en su puesto de trabajo.

En lo relativo a la gente, Friedlander es en esencia observador de individuos. Ha hecho retratos durante toda la vida, y en las fábricas de Ohio y Pensilvania encontró una oportunidad original y satisfactoria. Sus estudios de obreros, cargados de admiración e incluso íntimos, no pretenden, de todos modos, ser retratos, sino homenajes a la habilidad y la enorme capacidad de concentración de la gente que «fabrica las cosas que utilizamos todos», como explicaría él mismo posteriormente. Durante las dos décadas siguientes, cinco encargos más le permitieron profundizar en el tema: desde oficinistas sentados ante el ordenador hasta teleoperadores al teléfono.

LOS AÑOS NOVENTA Y LA ÚLTIMA ETAPA

La cámara Leica (lo bastante pequeña y resistente como para llevarla siempre encima, cargada con un carrete de 36 fotos) invitaba a los fotógrafos a incorporar a su producción artística el carácter imprevisible de la experiencia. Friedlander utilizó una para toda su obra personal desde 1955 y hasta principios de los noventa, cuando su creciente deseo de fotografiar los paisajes del Oeste norteamericano (donde había nacido) lo llevó a probar una Hasselblad Superwide, de formato cuadrado. El negativo de mayor tamaño lo recoge todo con más detalle, y la gran nitidez de su objetivo gran angular lo convierte en unas fauces voraces, listas para engullir el mundo.

Friedlander pasó enseguida a emplear la Superwide en todos sus trabajos, y de repente los antiguos juegos recuperaron la frescura. Sus fotografías abarrotadas, que ya eran de una tactilidad seductora, se volvieron manifiestamente voluptuosas, ya que aquel gran objetivo invitaba a los ojos tanto a explorar encima, debajo y alrededor de los primeros planos recargados, como a investigar la larga distancia. Ese nuevo estilo se desplegó en toda una serie de proyectos diferentes, en particular en Sticks & Stones: Architectural America (Palos y piedras: la arquitectura de Estados Unidos, 2004), el último capítulo incontenible de su exploración excepcionalmente gráfica y amplia de la América contemporánea.

Con esta exposición se profundiza, por vez primera, en los resultados de la constante preocupación de Friedlander por el majestuoso paisaje natural del Oeste norteamericano. Estas escenas enrevesadas, magistrales y extrañas al mismo tiempo, son testimonio de la intensidad inalterable de su pasión por la observación, así como de la capacidad que tiene su arte para contagiar esa pasión. Hace cuatro décadas, el artista acabó con la distinción entre la exposición categórica de los hechos en la fotografía y sus fantasías opulentas de invención pictórica. Desde entonces, ha sido imposible disociar el impulso casi infantil de su curiosidad y la objetividad madura de su artificio.

LOS RETRATOS

Friedlander es incapaz de dejar de fotografiar, pero sólo capta lo que le interesa. Esas dos premisas lo han convertido en un retratista muy destacado y al mismo tiempo insólito, puesto que, aparte de sus primeras obras comerciales, los temas que ha trabajado han sido casi de forma exclusiva la familia y los amigos. Sus fotografías, arraigadas en la simplicidad ritual de la instantánea familiar, presentan los elementos esenciales: una persona en un lugar y en un momento determinados.

Pese a su magnitud, la muestra no puede incluir los generosos compendios de Friedlander que reflejan las vidas de los retratados a lo largo del tiempo. Hasta el momento ha publicado tres: uno dedicado al pintor R. B. Kitaj en el año 2002; uno a su esposa, María, en 1992, y uno a ella con sus hijos y sus nietos (donde aparece en ocasiones el artista) en el año 2004. En la exposición sí tienen cabida, no obstante, en los cuatro grupos de retratos que representan sendas décadas de trabajo, pequeñas pinceladas de esas crónicas absorbentes. En conjunto, constituyen un barómetro muy práctico para entender la evolución de la desenvoltura y la sensualidad en el estilo del fotógrafo.

LA LABOR EDITORIAL

Los libros son vehículos ideales para el arte de la fotografía. Para empezar, las imágenes en general son pequeñas, y la secuencia estricta de páginas permite al fotógrafo dar forma perdurable a un conjunto de obras. Al principio, a Friedlander no le resultó fácil conseguir que los editores se interesasen por su obra, pero, gracias a los beneficios obtenidos en 1969 con una carpeta que reunía fotografías suyas y grabados de Jim Dine, pudo preparar su primer libro, Self Portrait (Autorretrato, 1970). Recuerda que pensó: «Bueno, si voy a hacer un libro, que sea uno que no tocaría nadie que estuviera en sus cabales.» Pidió consejo a dos amigos y el libro se imprimió profesionalmente, pero, aparte de eso, su esposa y él lo hicieron todo. Con el tiempo, los editores comerciales los liberaron de esa empresa familiar, pero en todos los aspectos importantes Friedlander ha seguido siendo el autor de sus libros. Hasta el momento ha publicado 24, que plasman a la perfección todo el espectro de su obra. Los volúmenes disponibles actualmente pueden consultarse en la sala de lectura de la exposición. Desde un principio, Friedlander ha disfrutado transformando sus libros en ediciones de lujo, algunas bastante fastuosas, y produciendo otras publicaciones especiales. Buena parte de su entusiasmo se deriva del placer de contar con colaboradores, sobre todo, genios de la fotomecánica como Richard Benson y Thomas Palmer, el encuadernador George Wieck o la diseñadora Katy Homans. Se incluyen ejemplos de esas creaciones distribuidos en vitrinas a lo largo del recorrido.

CICLO DE ACTIVIDADES EN TORNO A LA EXPOSICIÓN

La obra de todo artista está íntimamente ligada a su contexto artístico, histórico y social. En el caso de Lee Friedlander, como en otros fotógrafos coetáneos, la vinculación entre su creación artística y su entorno inmediato es indisociable. Él mismo afirmaba, en 1963, que centraba su objetivo en el paisaje social norteamericano, es decir, el telón de fondo cotidiano de nuestras vidas. Este ciclo de conferencias permite abordar la obra de Friedlander con la premisa de ubicarla en relación con su momento, por lo que expertos como Mark Haworth-Booth y Éric de Chassey enmarcarán a Friedlander en el contexto social e histórico más general del arte americano. El ciclo también quiere poner de manifiesto el análisis de la posición de la obra de Friedlander en relación con las diferentes prácticas fotográficas de tipo documental y descubrir el carácter revolucionario de su obra, observando el impacto que sus fotografías ejercieron sobre toda una generación y de qué manera algunos fotógrafos europeos tomaron a Friedlander como modelo. El ciclo se cerrará con un concierto de jazz, la segunda gran pasión de Lee Friedlander después de la fotografía.

· Miércoles, 16 de mayo (19.30 h)

Viaje a través de la obra de Friedlander

A cargo de Cristina Zélich, coordinadora del ciclo, crítica y comisaria independiente

· Miércoles, 23 de mayo (19.30 h)

Fotografiando el paisaje social: de New Documents (1965) a The New Topographics (1975)

A cargo de Mark Haworth-Booth, profesor de fotografía en la University of the Arts de Londres y honorary research fellow del Victoria and Albert Museum.

· Miércoles, 30 de mayo (19.30 h)

Las fotografías de Lee Friedlander en el contexto del arte americano

A cargo de Éric de Chassey, profesor de historia del arte contemporáneo en la Université François-Rabelais de Tours y miembro del Institut Universitaire de France.

· Miércoles, 13 de junio (19.30 h)

Lee Friedlander y la tradición documental

A cargo de Olivier Lugon, historiador del arte y profesor de historia y estética de la imagen en la Université de Lausanne (Suiza)

· Jueves, 21 de junio (21 h)

Perico Sambeat Quartet

Perico Sambeat, saxos

Albert Sanz, piano

Masa Kamaguchi, contrabajo

R. J. Miller, batería

Repertorio original del cuarteto, de temas coloristas que reflejan las fotografías de Lee Friedlander