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La exposición Top Secret. Cine y espionaje en CaixaForum Barcelona, organizada junto con la Cinémathèque Française, recorre la figura del espía desde principios del siglo XX hasta la actualidad rompiendo multitud de tópicos y estereotipos, entre ellos el de la agente doble, para acabar con la femme fatale identificándola como una mujer libre, empoderada y feminista.
Greta Garbo, Jeanne Moreau o Sylvia Kristel la convirtieron en un mito cinematográfico. La agente secreta más famosa de la Primera Guerra Mundial, la holandesa Margaretha Geertruida Zelle, más conocida como Mata Hari, fue una bailarina exótica que trabajó supuestamente para los alemanes y pasó a encarnar mejor que nadie el prototipo idílico de la espía: atractiva y seductora, auténtica femme fatale capaz de sonsacar al enemigo cualquier información delicada entre las sábanas de una alcoba. Fue temida y admirada, y su personaje representó lo mejor y lo peor de la ambivalencia de ambos mundos, el ficticio y el real. Al otro lado de las cámaras, los planos, los efectos especiales, la música y los giros de guion, la realidad sin brillo: su condena, por traición, a morir ejecutada por un pelotón de fusilamiento en 1917 sin juicio ni representación legal.
Dicen que, en sus últimos momentos, se negó a llevar los ojos tapados con una venda antes de la lluvia de plomo. Nada importó que, como cuenta Alexandra Midal, profesora de la universidad HEAD de Ginebra y comisaria de la exposición junto con Matthieu Orléan, «esta seductora empedernida, que sabía bailar como ninguna otra mujer de la época, probablemente no fuera una espía como tal». De hecho, las pocas informaciones que reveló, algunas procedentes de la prensa de otros países, no tuvieron mucha trascendencia. Es más, según cuentan los cronistas de la época, aunque era extremadamente carismática, «ni siquiera brilló particularmente por su talento como bailarina».
La historia de Margaretha, condenada a vivir entre el mito y la realidad —ella misma se inventó un pasado exótico en las Indias Orientales (actual Indonesia)—, sirve para ilustrar el espíritu de esta apasionante exposición, que muestra la inevitable relación entre el séptimo arte y los servicios secretos, y el juego de espejos entre realidad y fantasía sin dejar de lado la lectura feminista. Un mundo de simulaciones y disfraces rodeado de atrezo, cámaras, micros y gadgets, cuya difusa barrera era fácilmente permeable hacia uno u otro lado. Muchos intérpretes, de hecho, acabaron convertidos en espías.
El peligro de las honeypots, algo más que una cara bonita
El de Mata Hari es uno de los ejemplos más evidentes, pero como advierte Midal, el espionaje en general no se corresponde «con esa imagen del macho alfa que encarna la figura de James Bond. Hay otra historia totalmente diferente que queremos mostrar en la exposición, una versión que, tras un punto de vista feminista y femenino, está ligada a la cuestión de la identidad de la mujer y a una deconstrucción del mito», ya que quiere alejarse de lo que en terminología estadounidense se conoce como honeypots: la trampa de la miel, agentes encubiertos, generalmente femeninos, que seducían a los hombres para conseguir sus objetivos.
La mujer espía carismática y embaucadora, ese estereotipo alimentado tanto por el cine como por la literatura, poco tenía que ver con la realidad, pero contribuyó a que la mujer fuese tomada como una auténtica amenaza de seguridad nacional, lo que a mediados del siglo XX generó toda una campaña de sensibilización que alertaba a los ciudadanos con eslóganes como: «Mantén la boca cerrada, que ella no es tonta. Hablar sin pensar cuesta vidas».
«Estos carteles», afirma Midal, «recordaban a los soldados que no se podía tomar a las mujeres por estúpidas, aunque detrás del mensaje principal subyacía también un desprecio hacia ellas. Lo que se decía era que, más dotadas para disimular y ocultarse, estaban allí solo por su cara bonita». Esta imagen, no obstante, tenía su reverso positivo. «En realidad, ese icono de femme fatale les permitió hacer su trabajo: ser discretas y pasar desapercibidas para conseguir sus metas, ya que nadie se imaginaba que una espía pudiese tener el aspecto de alguien como tú o como yo».
Del cine al espionaje real
Sin embargo, no existe un prototipo único de mujer espía. Si nos atenemos a la historia, podemos acudir a casos como el de la aviadora francesa Marthe Richard o la princesa Yoshiko Kawashima, considerada la mejor agente doble de Japón durante la Segunda Guerra Mundial. Más allá de la extensa sombra de Mata Hari, la diversidad también llegó a la gran pantalla. Nada tenía que ver, por ejemplo, Margaretha con Protéa, la heroína de la película homónima que dirigió el francés Victorin-Hippolyte Jasset en 1913: una apasionada del jiu-jitsu experta en artes marciales y que ostenta el título de ser la primera mujer espía de la historia del séptimo arte.
Luego han venido muchas otras. Desde Encadenados, de Alfred Hitchcock, donde una brillante Ingrid Bergman interpretaba a la agente doble ficticia Alicia Huberman, hasta Los espías, de Fritz Lang, inspirada en un hecho real de principios del siglo XX —la sospecha de que la compañía comercial Arcos ocultaba una oficina secreta comunista—. En ella se introdujo el personaje de Sonya Baranilkowa (interpretada por Gerda Maurus), cuya misión consistía en seducir y contrarrestar al agente de la policía estatal que investigaba a la empresa. Curiosamente, a finales de la década de 1930, la alemana Ursula Kuczynski, madre de familia y la mejor espía soviética de la época, rendiría homenaje a este personaje adoptando el nombre en clave de Sonya o Sonja para llevar a cabo sus misiones más peligrosas.
Existieron también grandes actrices que fueron además espías, una evolución a todos los efectos natural. «Ambos oficios», reflexiona la comisaria, «parten del mismo lugar: deben interpretar un personaje y ser creíbles». Además, «sus desplazamientos para rodar películas, animar a las tropas, cantar o bailar pudieron ir acompañados del intercambio de documentos e información», explica. Intérpretes como Groucho Marx, Greta Garbo, Marlene Dietrich o Joséphine Baker —capaz de utilizar sus partituras musicales para transmitir informaciones delicadas— se aprovecharon de aquellas condiciones. «También sabemos que la cocinera televisiva Julia Child, cuya historia fue llevada al cine por Meryl Streep, fue espía durante la Segunda Guerra Mundial», recuerda la experta. «Las actrices eran un vehículo formidable para ayudar a un país a llevar a cabo labores de espionaje con éxito».
La importancia de la tecnología
Pero quizás, enfatiza, la estrella que más aportó al desarrollo del espionaje fue Hedy Lamarr. Considerada la mujer más bella del universo, la actriz tuvo un inicio de su carrera cinematográfica completamente escandaloso al interpretar en Éxtasis (1933) el primer orgasmo de la historia de la gran pantalla. «¡Menudo escándalo!», exclama Midal irónicamente. «Sus padres la encerraron a los 18 años en su habitación y solo le permitieron salir para casarse con un magnate del sector armamentístico», cuenta. «Fue precisamente en su fábrica donde aprendió hasta convertirse en una gran inventora». Autodidacta, fascinada por la tecnología, ingenió un sistema que evitaba que los torpedos fueran interceptados o hackeados por las fuerzas enemigas. «Además», añade, «lo que ella inventó en los años cuarenta nos ha permitido tener wifi y móviles hoy en día. Así que, en realidad, era una actriz que actuaba en películas de espías —Los conspiradores (1944) o Mi espía favorita (1951)—, pero al mismo tiempo inventaba cosas que cambiaron el mundo».
El reto de la exposición, que está dividida en cinco apartados —la tecnología, las dos guerras mundiales, la posguerra, el terrorismo y el espionaje actual—, es según Midal «mostrar cómo el cine se apodera de lo que podríamos decir que es la profesión más antigua del mundo y, a la vez, que el espionaje es una profesión muy actual, como demuestran las situaciones de tensión que vivimos hoy en día». Además, la muestra, que arrancó en CaixaForum Madrid, estará en Barcelona hasta el 17 de marzo y luego pasará por Zaragoza, Sevilla y Valencia, «también quiere enseñar cómo se entremezclan ficción y realidad». Carteles y escenas de cine, gadgets y vestuario de película o el busto de Arnold Schwarzenegger en Desafío total, de Paul Verhoeven, se mezclan con discos de radiografías para evitar la censura soviética, armas y venenos sofisticados, micrófonos insospechados y últimas tecnologías de grabación.
«Hay constantes idas y venidas entre el cine y el espionaje, como cuenta Jonna Mendez, jefa de Disfraces de la CIA, que a menudo recurrió a las películas para hacer su trabajo. Del mismo modo, también vemos que el cine se inspira en lo que ocurre en los servicios secretos», dice Midal. Ambos se interpelan, se retroalimentan. «La exposición, a este respecto, también trata la cuestión de la captación de imagen y sonido. Vemos que las tecnologías de grabación, imprescindibles en el cine, definen constantemente el mundo del espionaje para poder escuchar o ver a lo lejos con discreción».
Una espía moderna: de Homeland a Chelsea Manning
Entre el siglo XX y el XXI se produce, sin embargo, un verdadero cambio de paradigma en cómo se representa al espía. Hasta entonces, el agente doble trabajaba para el Gobierno o una institución. «Hay algo muy patriótico en la profesión. Pero poco a poco se produce un cambio, cuando no solo cae el Muro de Berlín, sino que además deja de haber oposición entre ambos bloques», cuenta la comisaria. «Este tipo de espía, como es el caso de Carrie Mathison en Homeland, se enfrenta a una situación inaudita en la que ya no puede confiar en las autoridades, solo se tiene a sí misma». El personaje de Claire Danes «dice mucho del espionaje moderno y de la situación geopolítica actual. Homeland es la primera serie con la que verdaderamente viajamos a Oriente Medio y empezamos a salir de esa batalla entre el bloque del Este y el del Oeste».
El prototipo ha cambiado. Carrie es una mujer increíblemente libre, valiente y astuta. «Para ella, sus creencias son más importantes que nada, y eso es algo tremendamente importante porque es lo que vamos a encontrarnos en el espionaje contemporáneo. Hablo de los llamados whistleblowers o alertadores. No son personas formadas por los servicios secretos ni obedecen a un Gobierno específico, sino a unos ideales».
Es el caso de Edward Snowden o de Chelsea Manning, sobre quien se exhibe una instalación al final de la exposición: «Es alguien que trabaja en el ejército, para el Gobierno, y que descubre hechos tan graves que, como ciudadana, decide hacerlos públicos. En su libro autobiográfico, ella cuenta que cuando comenzó a publicar esos documentos, como nadie había hecho antes algo así, no pensaba que estuviera asumiendo ningún riesgo». A Manning la sentenciaron a 35 años de prisión, aunque salió antes de cumplir su condena y hoy es una mujer libre.
Su ejemplo sirve a la comisaria para ilustrar que hoy, en realidad, una espía puede ser una ciudadana cualquiera. «Como si vosotros o yo misma tuviéramos acceso a determinada información que atentase contra nuestra moral y decidiéramos hacerla pública saltándonos las jerarquías y el sistema de administración. Esta visión de ese tipo de espionaje es increíblemente contemporánea y, personalmente», concluye, «me parece maravillosa y esperanzadora».