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Directora de producción y cocomisaria de la exposición Interior Berlanga
Solicitar entrevistaGuionista, dramaturgo y cocomisario de la exposición Interior Berlanga
Solicitar entrevistaMaestro del plano secuencia, la ironía y la sátira, Berlanga es uno de los más grandes directores de la historia del cine español y el que mejor ha retratado la sociedad y los problemas de una época. De la mano de su hijo José Luis y en el contexto de la exposición Interior Berlanga, que se inaugura en CaixaForum València el 29 de febrero, recorremos la vida de este autor, que creó un lenguaje y un universo propio, lo berlanguiano, y nos dejó títulos como Plácido o El verdugo.
Fue el Don Quichotte de Georg Wilhelm Pabst lo que despertó su vocación por el cine. Gran curioso y observador, probablemente por su timidez, a Luis García-Berlanga siempre le gustó trabajar detrás de la cámara porque, decía, era lo más parecido que conocía a ser Dios. Riguroso y perfeccionista hasta el menor detalle y un habitual del plano secuencia, ponía orden y sentido del humor donde todo parecía caos y drama, y solía repetir las escenas hasta agotar el último minuto de rodaje, aunque hubiera salido bien a la primera. «Por si acaso», pensaba.
Como «por si acaso», también guardaba en el estudio donde solía trabajar absolutamente todo: cartas, cuadernos, poemas, guiones, fotografías, plásticos para embalar, cordones o frascos vacíos de medicinas con tapón de goma. Una parte de ese material, depositado en más de 70 cajas que hoy forman parte de su archivo personal en la Filmoteca Española, ha sido catalogada y digitalizada gracias al impulso de la Fundación ”la Caixa” y el público podrá descubrirla del 1 de marzo al 9 de junio en la exposición Interior Berlanga de CaixaForum València. «Está descrito como síndrome de Diógenes», cuenta su hijo, José Luis García-Berlanga. «Él no era un gran vanidoso, no creo que lo hiciera pensando en la posteridad, sino porque pensaba que todo podía ser útil en un momento dado».
Nacido en Valencia en 1921, Luis García-Berlanga provenía de una familia burguesa de terratenientes y comerciantes que habían formado parte de la política española: su abuelo había militado en el Partido Liberal de Sagasta, y su padre, en el Partido Republicano Radical y en la Unión Republicana. De aquellos primeros años de juventud «hay, entre todos los escritos, uno que nos emocionó especialmente, que es una carta que él escribe justo al final de la Guerra Civil, en abril del 39», comparte el comisario de la muestra, Bernardo Sánchez Salas. «Un resumen personal, mecanografiado, en el que hacía un balance del efecto de la guerra en él mismo, en su familia y en la sociedad española. Es un folio. Yo no he leído nada parecido. Es un documento absolutamente extraordinario».
Poco después, a los 20 años, Berlanga se uniría a la División Azul, donde nunca llegó a disparar un solo tiro. De su paso por allí, el cineasta conservó algunos enseres que hoy forman parte de Interior Berlanga: insignias, condecoraciones, cartas, tabaco de fumar e incluso los cubiertos con los que comió durante los años que vivió en el extranjero. «Hablaba muy poco de aquel periodo», recuerda su hijo. «Se había alistado por varios factores. Mi abuelo había sido condenado a muerte porque había sido diputado republicano y alguien sugirió que ayudaría que sus hijos formaran parte de la División Azul. Por otro lado, él mismo simpatizaba con un grupo de gente falangista y coqueteaba con ello. Pero sobre todo, lo que contaba él, ya de mayor, es que lo había hecho para epatar a una chica que no le hacía caso. Cuando regresó estaba ya casada».
Una epifanía cinematográfica
Como uno más de sus personajes, Berlanga se quedó sin la chica, pero volvió de la guerra con las ideas más claras. «Mi padre era un señorito burgués con una filosofía ácrata. De Rusia regresó muy libre mentalmente, de ideologías y de creencias religiosas. Eso le permitió poder estar siempre en todas partes y en ninguna. Su libertad fue una cosa que nunca negoció y que le toleraron con más o menos críticas».
Tras su regreso, el cineasta se matriculó en Derecho y en Filosofía y Letras antes de ingresar en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas de Madrid. Sus inquietudes creativas siempre habían estado ahí, como evidencian los cuadernos de poesía y los diarios de juventud y de infancia que se exhiben en la muestra. Ya de adolescente había querido ser pintor y solía escribir versos. Incluso llegó a presentarse al Premio Adonáis de Poesía. «Él siempre contaba que lo suyo había sido una epifanía que tuvo al ver el Don Quichotte de Pabst, que era algo muy lejano a sus películas. No sé si es cierto. La verdad es que se había matriculado en alguna de aquellas carreras para poder jugar en el equipo de fútbol, entonces corría los 400 metros lisos y era muy deportista, pero ya empezaba a tener la necesidad de contar historias y vio en el cine un medio para hacerlo», cuenta su hijo.
Fue precisamente en la Escuela Oficial de Cinematografía —antiguo Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas— donde Berlanga conoció a Juan Antonio Bardem. Juntos debutarían en 1951 con Esa pareja feliz, protagonizada por Fernando Fernán Gómez y Elvira Quintillá, a la que siguió uno de los títulos más conocidos de su filmografía, Bienvenido, Mister Marshall (1953), una mordaz crítica a la sociedad y la política de la época con José Isbert, Manolo Morán y Lolita Sevilla como actores principales. Berlanga empezó entonces la curiosa tradición de usar austrohúngaro como palabra fetiche en todas y cada una de sus películas.
Nominado al Óscar a la mejor película de habla no inglesa por Plácido en 1961, su cine se caracterizó por el uso de una afilada ironía y un sentido del humor exquisito para contar los dramas sociales. «Berlanga era un genio», concede su hijo. «Su figura iba más allá y trascendía la mera presencia del cineasta. Tenía un lenguaje propio, una sintaxis y una narrativa cinematográfica berlanguiana que se intenta imitar, pero no sale. Una historia como la de El verdugo, que habla sobre la soledad de un individuo frente a la sociedad, que tiene que acabar matando a otro contra su propia naturaleza para poder tener un piso de protección oficial, es algo que entra dentro de la cultura universal».
Los chicos y chicas Berlanga
Además de ser un fiel reflejo de la realidad de la época, el director se reveló como un gran observador. «Tenía también una gran curiosidad y una gran imaginación. No era un cineasta que contara lo que había visto. Nunca vivió en un pueblo, pero en cambio el de Bienvenido, Mister Marshall es un pueblo que te crees, y lo mismo pasa con el de Calabuch». Sus historias aún nos hablan del pasado y del presente. «Lo que evoluciona es el entorno. El costumbrismo de Berlanga refleja la sociedad en la que nace. Es solamente el fondo del lienzo para contar unas historias que son universales. La historia de un individuo, o un grupo, que intenta algo y siempre acaba fracasando. Por eso su cine sigue vigente».
Sin embargo, no se puede entender la obra del director sin hablar del tándem que formó junto con el guionista Rafael Azcona, con quien trabajó en algunas de sus más brillantes películas —la «Trilogía nacional», La vaquilla, El verdugo, Plácido. Se conocieron en 1959 en su primer encargo juntos, Se vende un tranvía, y su buena sintonía y amistad se prolongó hasta 1987, cuando se interrumpió definitivamente. Nunca se supo por qué. «Azcona era el señor más brillante, divertido y mejor conversador que conocí», señala García-Berlanga hijo. «Era un ser con mucho carisma. Una vez ya divorciado de mi padre, cuando no se dirigían la palabra, yo seguí viéndolo».
El guion, de hecho, lo era todo para Berlanga. Tanto es así que llegó a enviar una propuesta propia a Charles Chaplin, propuesta que el actor rechazó porque no trabajaba con guiones ajenos, según le hicieron saber en una misiva que conservó junto al resto de sus cosas, como el primer guion de sus películas La escopeta nacional y Patrimonio nacional, además de otros guiones que no llegó a materializar y que hoy se exhiben en la muestra de CaixaForum València. También era fundamental su trabajo con los actores, a quienes tenía fama de dar pocas indicaciones. Intérpretes como Luis Cigés, Manuel Alexandre o Agustín González se convirtieron en incondicionales de sus películas. «Sus repartos eran de actores y personajes fijos», cuenta Sol Carnicero, comisaria de la exposición junto con Sánchez Salas y directora de producción en muchos de los trabajos del director. «Cuando a él le gustaba alguien se enamoraba de ese actor. Ahí tenemos al insustituible José Luis López Vázquez, a Amparo Soler Leal o a Chus Lampreave, que antes que chica Almodóvar fue chica Berlanga. Y sí, había personajes con los que Berlanga siempre quería contar en sus repartos. De hecho, cuando empecé a trabajar con él casi siempre me pedía actores que se habían muerto y quería que constatase que de verdad no vivían porque él pensaba que a lo mejor estaban en una residencia».
Burlar la censura
Maestro en el rodaje de planos secuencia y en el dominio del caos, solía poner especial detalle en las coreografías de actores y la puesta en escena. Algunos storyboards de proyectos como Bienvenido, Mister Marshall o Calabuch, película de la que conservaba incluso varios folios de la primera secuencia, o los planos de los escenarios de títulos como Esa pareja feliz o Todos a la cárcel, expuestos en CaixaForum València, nos hablan de hecho de que el cineasta no dejaba nada fuera de control. «Él contaba que, como era muy vago, así se ahorraba el montaje y lo hacía todo de una. La realidad es que uno de sus planos secuencia llevaba dos días», señala su hijo. «Es una coreografía perfecta de actores, cámara, luz y sonido, y él conseguía que no se notara el trabajo».
El resultado de sus historias era tan natural que Berlanga se convirtió, además, en un experto en burlar a los censores franquistas. «Los creadores de esa época habían crecido con la censura. Siempre ponían cebos que sabían que quitarían seguro, para desviar la atención. Pero no trabajaban obsesionados con ella, entre otras cosas porque habían interiorizado muy bien qué es lo que podían hacer y por dónde podían ir. También estaban menos concienciados políticamente que la generación que llegó después con Saura. Lo único que querían era contar su historia. A mi padre, al principio, se le criticó mucho por no hacer un cine comprometido. Pero no hay cine más social que Plácido». De hecho, no había cine más crítico que el de Berlanga, según afirmó el propio Franco cuando, después de ver por primera vez El verdugo, salió diciendo: «Berlanga no es un comunista, es algo mucho peor que eso, es un mal español».
A lo largo de su vida, Berlanga, que se había casado con María Jesús Manrique de Aragón en 1954, tuvo cuatro hijos: José Luis, Jorge, Carlos y Fernando. Dos de ellos, Jorge y Carlos, fallecieron tristemente por enfermedades hepáticas cuando apenas tenían 52 y 42 años, respectivamente. En su entorno familiar, el cineasta era «un padre y un marido burgués que se quejaba a menudo por todo a su mujer. Era un señorito que siempre había estado muy mimado por mi abuela», sostiene su hijo José Luis. Por la casa donde crecieron el mayor de sus hijos —actualmente productor de televisión, hostelero y cocinero— y sus hermanos, pasaron personalidades tan dispares como Mario Vargas Llosa, Tono y Mihura, Rafael Azcona o Mingote. «Era gente muy brillante. Pero el día a día era lo normal de una casa burguesa con las preocupaciones habituales. En verano solíamos ir a coger mejillones de roca con unas gafas de tubo y un cuchillo. Esa era nuestra gran pasión. Luego mi hermano Carlos y mi padre hacían el concurso de pintura rápida por la tarde, después de la siesta. Carlos era un gran ilustrador y un gran pintor, a mi padre le encantaba», recuerda, «y a veces empezaba uno y luego acababa el otro. Pero no había distinciones. Para mí era una vida normal».
Logros y fracasos
Premio Nacional de Cinematografía (1980), Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes (1981), Premio Príncipe de Asturias (1986) y Goya al mejor director ya en 1993 por Todos a la cárcel, cuya estatuilla viajará también hasta la exposición, además de su nominación al Óscar en 1961 por Plácido —de cuya ceremonia conservó el programa, un par de entradas y un pase. Berlanga obtuvo el reconocimiento de los más importantes festivales internacionales, como Cannes, Venecia, Montreal y Berlín. Fue amigo íntimo de René Clair, con quien posó para alguna fotografía y llegó a cartearse, y de Federico Fellini, a quien conocía porque ambos habían trabajado con el guionista Ennio Flaiano. En una de sus cajas se encontraba además el reconocimiento de la Llave de la Ciudad de Miami. Según su hijo, «Bienvenido, Mister Marshall triunfó porque fue un soplo de aire nuevo. El verdugo impactó muchísimo desde Estados Unidos hasta Colombia. En Rusia fue jurado un par de veces en el Festival de Moscú. Hay una leyenda que dice que su cine es muy difícil de ver fuera porque sus personajes hablan todos a la vez. Pero si uno ve un plano secuencia de Plácido, que es donde más parece que están hablando todos a la vez, nunca se pisa ningún actor».
Tremendamente perfeccionista, Berlanga siempre se sintió cercano a sus personajes más fracasados. «Él nunca se quedaba satisfecho con nada de lo que hacía», continúa José Luis García-Berlanga. «Agotaba las jornadas hasta el final. “Seguro que se puede mejorar”, decía. Se quejaba mucho de los finales de sus películas, aunque son espléndidos. Lo que tenía más clavado en el corazón fue el final de Los jueves, milagro. Sabemos que la censura se lo cambió y que la terminó Jorge Grao, pero nunca hemos logrado averiguar qué fue exactamente lo que le modificaron. Llegó a pedir no firmar la película. En el archivo de la Filmoteca Española hay cantidad de cartas a los académicos amigos que eran franquistas donde señalaba que no era tolerable».
Sea como sea, su manera de ver y vivir la realidad traspasó su universo cinematográfico hasta el punto de que la Real Academia Española llegó a incluir la palabra berlanguiano en su diccionario. «No hay una norma para que algo sea berlanguiano», dice su hijo. «Lo que sí tiene es una virtud, que tú ves algo y enseguida lo reconoces como tal».
Aunque para Sol Carnicero era misión imposible, en la exposición, sin embargo, se ha intentado explicarlo. «De hecho, hay un espacio en el que algunas personas tratan de definirlo y no nos hemos puesto nunca de acuerdo. Para mí es algo que parece absurdo, que es completamente incomprensible, pero que al mismo tiempo es real. Y entonces nos damos cuenta de que lo incomprensible y lo absurdo es lo que estamos viviendo día a día».
En 1999, Berlanga rodó su última película, París-Tombuctú. En 2008 depositó en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes el texto inédito de ¡Viva Rusia!, el proyecto de la cuarta película de la saga de la familia Leguineche que había coescrito junto con su hijo Jorge, Rafael Azcona y Manuel Hidalgo. El contenido oculto de aquella caja, del que como primicia se hará una representación leída en CaixaForum València, se dio a conocer en el centenario del cineasta, en junio de 2021, con gran expectación. Berlanga llevaba más de una década muerto: había fallecido el 13 de noviembre de 2010, a los 89 años.
Tras su muerte nos quedó su universo. Un cine inspirador y no caduco, capaz de reabrir debates actuales con títulos como Tamaño natural, donde ya planteaba el amor de un hombre solitario hacia una muñeca de tamaño natural, hoy ya de inteligencia artificial; el problema del alquiler en El verdugo o las dificultades de llegar a fin de mes en Plácido. «Y ni fueron felices, ni comieron perdices», que diría el director en La escopeta nacional, con esa eterna sonrisa semidramática que nos dejó su obra. Al menos, a nosotros siempre nos quedará su cine.